La veo correr
por el jardín, inquieta, entre los geranios, aquellas flores impersonales, tan
iguales unas con otras. A veces avanza entre las rosas, pero cada vez que lo hace
trae consigo alguna herida, por eso que las esquiva con premura. No se está
quieta, le pregunto por qué y me responde silenciosa con un rayo o algún mohín
que solo a ella se le ocurre. El jardín está enrejado, por eso es que no puede
escaparse aunque lo intente o husmee entre barrotes, tendría que saltar muy
alto, cosa que hasta hoy no le he visto ni siquiera intentarlo. Tampoco me
gustaría que lo hiciera y se fuera, porque entonces me sentiría muy solo, ya
que solo a ella tengo. Le veo a través de la ventana de mi cuarto en el segundo
piso de esta casa, otras veces a través del amplio ventanal de la sala, en la
planta baja.
Ya no miro a
las estrellas ni me embriago en su insólita danza, ya no realizo las caminatas
estelares de otros tiempos, estoy solo, ya no ayudo a la ciencia y su desvergüenza.
Ahora camino por los mares del silencio y solo tengo este par de pies y la
nariz por modesta brújula. Vago por infinitos rincones, algunos tan fríos y
otros tan ardientes. Pero de ninguno me resguarda alguna especial vestimenta,
aún más creo yo, la desnudez resulta perfecta. Sí, estoy solo, y solo tengo a
la luna, para verla toda cuando me da la gana.
Ella siempre
va, ondulando su exuberante cabellera, jugueteando entre las plantas, gastándole
dulces bromas a quien se cruce en su carrera. Pero sé que un día ella saltará
la valla que la separa de los demás planetas. Entonces, haré lo mismo con la
barrera que me separa del absoluto silencio.
Del libro: Cuando se vaya la luna, inédito.
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