18 de enero de 2012

Hombre de pan

Se despertó muy temprano a pesar que se mantuvo en vela más allá de la medianoche. Las explosiones se escucharon en diversos puntos de la ciudad, luego siguieron los disparos y el ruido insoportable de las sirenas. Y como siempre ocurría, después de todo ese ajetreo los uniformados iniciaban el rastrillaje casa por casa. Todos, así fueran niños o mayores, varones o mujeres, tenían que salir a las puertas de sus hogares y dar sus señas completitas. En seguida las viviendas eran revisadas escrupulosamente, y si alguien osaba quejarse era golpeado sin piedad o bien era detenido sin que se supiera nunca más su paradero. Por suerte, esa vez no llegaron hasta su humilde cubículo. Esperando a los temidos encapuchados se quedó dormido.
     Pensó que solo había pestañeado, pero cuando asomó su cabeza al exterior ya clareaba el día. De inmediato se puso de pie y arregló lo mejor que pudo su vestimenta. El aire frío que llegaba al cerro El Pino hizo que su bostezo pareciera humo que salía de su boca. Caminó cuidándose de las filudas piedras hasta llegar al comedor popular, saludó a los pocos que estaban ahí y cogió los baldes. Tenía que bajar hasta la avenida misma y hacer por lo menos dos viajes llevando agua desde el muladar que muchos insistían en llamar parque.
     Ese era el trato, él llevaba el agua que a las mamitas se les hacían difícil subir y a cambio recibía desayuno y almuerzo. No tenía dinero y rara vez conseguía un cachuelo con que ayudarse. Aun así, de cuando en cuando compraba algún libro viejo con el que pasaba algunas horas y tras sacarle el jugo revendía o lo cambiaba por otro.
     Esa mañana se figuró que la suerte le sonreiría, por eso decidió caminar hasta la plaza Manco Cápac. Quizá encontraría algún trabajo, un cachuelo o algunas monedas que algún distraído hubiera dejado caer, algo le decía que así sería.
     Cruzó La Parada con precaución, por fortuna no fue presa de los cogoteros. Quizá por su aspecto ya no llamaba la atención de los malandrines. Esa zona le parecía de lo más contradictoria. Por un lado, estaba toda esa plaga de delincuentes y borrachines, y por otro, el centro de abastos donde los comerciantes y todos los que allí trabajaban se deslomaban para salir adelante, demostrando que se podía. Eran muchas las historias que daban cuenta que de simples ambulantes surgían prósperos empresarios.
     Llegó a 28 de Julio, cavilando por qué las cosas en vez de mejorar empeoraban, tanta muerte y violencia revestida de absurdos ideales y creencias, tantas promesas que alejaban el discurso de la realidad hasta hacerla solo una fantasía que habitaba la boca o el cerebro de los grandes oradores. La felicidad se alejaba de las mayorías, le molestaba ver a los niños de la calle robando, le molestaba que existieran, que dejaran de ser niños para convertirse en poco menos que salvajes. Pensaba que el asunto no consistía simplemente en corregir a esos chicos, sino más bien a la sociedad, pues de lo contrario todo seguiría igual, aún más, el problema crecería. Pensaba en voz alta, pero la gente iba muy apurada como para escucharle.
     Cada mal que veía aumentaba su malestar. Pensaba, buscaba la manera de cambiar las cosas, quizá yo pueda hacer algo, repetía para sí mismo, pero se le hacía muy difusa la respuesta. Tampoco se trataba de empuñar un arma y basándose en el miedo convencer a los demás para el cambio. Ya había muchos ejemplos de que aquello era lo más estúpido y que, contrariamente a lo planeado y esgrimido, todo se convertía en un carnaval de absurdas muertes pontificadas por ideologías grandilocuentes.
     Mientras caminaba se sintió de pronto perseguido. Se volteó y vio a un niño corriendo con un trozo de pan en la mano. Al menos hoy tienes algo que comer, exclamó.
     Siguió su caminata, sintiéndose nuevamente perseguido. Pero, cuando volteaba se repetía la imagen anterior, cualquier persona se alejaba sonriente, con un trozo de pan en la mano. En fin, parecía que todo aquel a quien le faltase algo de comer lo hubiese encontrado, y justamente a su paso. Lo cual resultaba muy irónico, pues él tenía tan poco para dar, debido a su pobreza. Se sentó en una banca de la plaza Manco Cápac. De aquel jefe Inca se decía oficialmente que fue un gran líder que llevó a un pequeño pueblo a convertirse en un gran imperio, pero él había leído que el resultado se debió al esfuerzo de muchos anónimos hombres, como las mamitas del comedor que con lo poco que juntaban y su imaginación lograban alimentar a muchos. Cierto alivio lo invadía, un tierno sopor, que poco a poco iba creciendo, Se adormiló bajo el intenso tráfico de Bausate y Meza. Así, no pudo ver cómo sus brazos, sus piernas, todo su cuerpo iba convirtiéndose en pan, del cual todo aquel que necesitase comía. 


 Del libro de cuentos: Cuando se vaya la luna (inédito)


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