2 de diciembre de 2011

NADA QUE HACER


Nada que hacer, tenía que ir de todos modos. Había pasado tanto tiempo, y si no es por este percance ni me acuerdo del viejo barrio. Y por qué me pasó a mí, no lo sé. Yo que me esfuerzo por trabajar, hago hasta más de lo debido con tal que me tengan en cuenta, para algún aumento o una chambita extra que me asegure unos soles más. Y sin embargo, ahí están Santiago y Oscar finteando, más dedicándose a fregarse el uno a otro que a trabajar. Y no les pasa nada, están la mar de chéveres, incluso se les ha dado por lo de la literatura, escriben cuentos en los que el personaje es el otro al que le achacan puros disparates. En fin, si por lo menos escribieran algo decente, pero no, se dedican a garrapatear carillas de carillas, en pleno trabajo y pasan piola.
            Y a este servidor, en merito a su constante esfuerzo y dedicación le vienen un día con la noticia que todos sus documentos se han perdido, y tiene que volver a entregarlos. Y claro, por más que expliqué que los entregué al jefe de personal, en su propia mano, cuando ingresé a trabajar, que eran los originales, que estaban todos en una carpeta, precisamente para que no se perdieran, ni vuelta que darle. Y encima me dan permiso a regañadientes, permiso que me cuesta ya que corre el descuento por día no laborado, todo por la ineficiencia de otros. En la redacciones de cualquier publicación le llaman duendecillos a las fallas que se producen durante la edición, no se sí llamar así a esta “fallita”, o repetir una y otra vez entre dientes las lisuras que sabiamente hemos educado.
            Y para conseguir los documentos tenía que emprender este viaje, al suburbio lejano de la niñez, todo se ha llenado de casas, algunas más bellas y jóvenes diría, otras parecen haber truncado su crecimiento y haber entrado en decadencia. Es como si las casas vivieran, alrededor del camino, de esta pista que no ha cambiado mucho. Han aumentado la cantidad de casas, incluso donde antes sólo era pampa, según recuerdo. Tengo que sacar los papeles del colegio, porque hasta eso piden ahora. Y váyase a saber quién fue el inepto que los perdió.
            Me había olvidado cuánto demoran estos viajes, un auto particular lo haría en pocos minutos, pero el transporte público, al menos el que llega por estos lares es de otra época. Debería haberme puesto otra ropa, tan acostumbrado estoy al terno, que al salir en la mañana me lo puse automáticamente. Pero ahora siento que me molesta, que resulta incómodo, y el polvo entra por las ventanillas y se impregna en todo, en el piso, en los asientos, en la ropa, en el cuerpo.
            Hora y media o más para llegar hasta el veinte, el paradero veinte quiero decir. Lo que era el colegio ahora es sólo una casona abandonada. Una señora pasa por el lugar, dice que pronto la van a demoler, pues por ahí pasará la nueva avenida, y que el nuevo local del colegio está cuadras más abajo y caminando unos minutos por donde me indica llego con facilidad. Me vuelvo hacia el viejo local. Y pensar que aquí pasé buena parte de mi vida, llegué niño, con mis cabellos rebeldes a la sección B del segundo grado, el techo era de esteras, con un plástico previo, por si llovía.

-       ¡Buenos días niños!
-       ¡Buenos días señorita!
-       Hoy empezamos un nuevo año escolar, ya están más grandecitos, ya saben como es el colegio. Ahora tienen nuevos compañeros a los que irán conociendo poco a poco.
-       ¡Sí,  señorita!
-       ¡Alguien quiere contar lo que hizo en sus vacaciones!


            Emprendo la marcha para sacar los documentos de marras, todo ha cambiado, ahora las aulas se parecen unas a otras, igual dimensión, las mismas ventanas, la misma puerta, no es como antes en que cada aula tenía sus particularidades, su propia dimensión y atmósfera. En las oficinas del colegio una señorita muy correcta y disciplinada me atiende, me señala el costo del trámite, el cual pago, tras ello me dice que mis certificados por estar entre los que corresponden a la mudanza (del local antiguo a éste) van a demorar entre siete a quince días, sin embargo van a hacer lo posible para tenerlos cuanto antes, en todo caso que deje un teléfono o envíe a alguien con la constancia de trámite que me entregan. Sólo queda agradecer y retirarme, esperando que lo nuevo del lugar se transforme en eficiencia. Quisiera ver el viejo colegio una vez más.
            En realidad se trataba de una vieja casona, de lo que había sido una hacienda, recuerdo haber ido a pasear con mi primo por las últimas chacras que aún quedaban, con sus molinos de viento, los maíces dorándose al sol y una ancha acequia partiendo la pampa en dos mitades, como fruta fresca, íbamos con hondas, pero no matábamos pajarillos sino que competíamos para saber quien disparaba más lejos o quien le daba a alguna piedra o árbol. Sin embargo, todo había sido transformado en casas, en urbanizaciones que borraban todo vestigio rural, el único rezago que quedaba era la vieja casona, que hacía un último y vano esfuerzo antes de caer a mano de combas y buldóceres. Miré a través de las ventanas ya sin lunas, la penumbra se confundía con mis recuerdos. A la hora de recreo en lo que alguna vez fue sala nos reuníamos todos para recibir el desayuno escolar, una vez llevé una taza muy bonita, pero por juguetón la rompí, pues era de loza, y por pretencioso terminé tomando la avena con leche en un vaso de plástico cualquiera.

-       ¡Niños, hagan su cola!
-       ¡No jueguen!
-       ¡Señorita, el Carlos se ha colado!
-       ¡Carlitos!
-       ¡Mentira señorita!

            El Carlitos era terrible en eso de colarse para recibir el desayuno, nunca quedaba último, y hasta repetía el bandido, qué habrá sido de él y de mis demás compañeros, apenas los evoco. A Carlos le recuerdo con más claridad porque se hizo mi pata desde que llegué al colegio. De repente me decía vamos a dibujar y agarraba cualquier cuaderno suyo que tuviera a mano y dibuja casas, aviones o animales, sin importarle que se entreveraran con las clases del colegio. Me ganaba en lo del cabello, si el mío era rebelde el suyo ya era un caso perdido, pues cada uno de sus cabellos a puntaba a direcciones diferentes, y sorbía sus mocos, creo que por eso algunos, y sobre todo algunas, no lo pasaban. A veces iba a su casa, recuerdo que tenía unos libros de religión que tenían unos dibujos fantásticos sobre el infierno, los cuales más que miedo provocaban fascinación.
            Si no fuera porque estoy entre viendo lo que es ahora y recordando lo que fue mi colegio diría que acabo de verle. Fue como una sombra, pero con la certeza que fue él. Pero, sé que no puede ser así, porque sea donde sea que estuviere ahora tendría mi edad y mi talla más o menos. Quisiera entrar, para ver por última vez los ambientes. Me han dicho que estaba cerrada, con cerrojo y candado, pero se ha abierto fácilmente, casi inmediatamente después que lo hube deseado.
            Tiene un techo altísimo, propio de las casa antiguas, a la izquierda van quinto y sexto, cuarto iba en una amplia división de la sala, hecha con triplay. Primero y tercero estaban a la derecha si mal no recuerdo, y las dos secciones de segundo iban al fondo, mi sección estaba en lo que fue un patio y daba a una escalera que conducía al segundo piso, que era una amplia explanada, donde a veces se hacía educación física o se formaba, ya que otras veces nos mandaban a la calle frente al cole. Queda una carpeta en lo que era mi salón, todavía está la pizarra como parte de la pared. Me siento como si estuviera en clases.

-       ¡Niños, traigan sus cuadernos para revisarlos!
-       ¡Los que faltan, apúrense!
Y es que a veces se terminaba de hacer la tarea en el colegio.
-       ¡Carlitos!, ¿No te he dicho que no dibujes en tu cuaderno?
-       ¡Señorita! Permiso para ir al baño
-       ¡Yo también!
-       ¡Uno por uno!
-       ¿Quieres dibujar?
-       ¿Ah?
-       ¿Ya te olvidaste?
Volteo para ver y ahí está en la carpeta de al lado.
-       ¿No quieres dibujar?

            En verdad no atino qué responderle, le veo bien, está con el uniforme ya descompuesto, y eso que es lunes. ¿Lunes? No recuerdo en que día estamos.

-       ¡Hola, qué tal tus vacaciones! Te esperé para jugar pero no apareciste. Seguro que viajaste. La Isabel dice que se fue a Abancay con toda su familia. ¿Dónde fuiste tú?

            Cuando me doy cuenta yo también llevo el uniforme gris y camisa blanca, con la insignia reluciente en el pecho. A estas insignias les llaman de acrílico, no son como las otras, que más parecían papel forrado con algún plástico.

-       ¿Vas en la tarde a mi casa para jugar?
-       Quiero ir a la pampa, hace tiempo que no juego pelota, vamos – respondo
-       Ya – me dice.

            Sin embargo veo un rastro de pena en su mirada, quisiera irme corriendo por los pasadizos, pero todavía no es la salida o recreo. Sino saldríamos jugando con nuestras mochilas a la espalda. La maestra hace un uso desmesurado de sus lapiceros. No se da cuenta que estoy casi llorando. Le pido permiso para el baño, al llegar me lavo la cara y me veo en el espejo. Ya no sé quién soy ni que puedo hacer con estos cabellos que apuntan en todas las direcciones. 


Del libro inédito: Cuando se vaya la luna

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